Si entendemos la política como la actividad del ciudadano cuando participa en asuntos públicos –o el arte con que se conduce un asunto, en una acepción menos rígida- entonces el acto pedagógico es, por naturaleza, un acto político. De manera que como todas las culturas están cimentadas sobre relaciones de poder, sostienen una enorme responsabilidad educativa sobre los sujetos que las conforman. Cuando hablamos de culturas también hacemos alusión a los individuos que les dan vida, éstas no tendría lugar si cada uno de ellos no contara con facultades identitarias únicas. Reconocer esas identidades en medio del cambiante escenario social actual y además asignarles validez con el ingrediente ético requerido en medio del despliegue voluminoso de movilidad producto de la mundialización de hoy es el reto al que se enfrenta la escuela.
El escenario de la escuela es por excelencia el espacio donde se forma y solidifica la identidad y el lugar más propicio para la socialización y el fortalecimiento de vínculos extracurriculares, esa interacción es el origen mismo de las identidades. Actualmente en la escuela confluye una vasta variedad de prácticas culturas que se interrelacionan y se nutren mutuamente, son tan diferentes como complementarias, tan distantes como dependientes, tan propias como ajenas. La interculturalidad es la fuerza que orbita sobre la diferencia existente entre esas culturas, es la validación de la diferencia. La relación entre multiculturalismo e interculturalidad se puede trazar en palabras sueltas: el multiculturalismo apropia, pregona; la interculturalidad practica, aplica. Ningún escenario más apropiado que la escuela para la conquista del concepto de la otredad, para entender lo contraproducente de poner la cultura propia como superior o dominante, para la práctica cotidiana de lo que políticamente se describe como reconocimiento e inclusión.
Para ilustrar el papel de la escuela en la formación social incluyente podemos citar de William Ospina un aparte de su memorable discurso “Preguntas para una nueva educación” donde habla del carácter aislado y solitario del poeta Percy Shelley que tercamente perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta. Su mujer debió trasladarse con sus hijos a Inglaterra y al llegar a un colegio para ingresarlos pregunto cuáles eran los criterios de educación en esa institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos” le dijeron. Espantada respondió: “Eso fue lo que siempre hizo su pobre padre. Yo preferiría que les enseñaran a convivir con los demás”. Esa facultad sagrada –saber convivir con los demás- tendría que ser el principal componente de los procesos educativos actuales y con mayor razón en un territorio donde interactúan tantas manifestaciones culturales como Colombia.
Diferencia y diversidad son conceptos distantes y a la vez análogos. La diversidad implica propuesta de reconocimiento mientras la diferencia delimita un espacio y alude relaciones de poder, enfatiza en que existen variedades de conductas, creencias y prácticas que solo pueden ser apropiadas mediante el conflicto, el mismo que constituye el principal elemento en las interacciones del niño (sujeto en formación) durante su convivencia en la escuela con los otros. Es allí donde estos dos conceptos tienen que hacerse complementarios ya que por ser partes fundamentales de un todo intercultural no pueden entregarse por separado. Sobre este aspecto afirma Charles Taylor que “la exigencia de reconocimiento se vuelve apremiante debido a los supuestos nexos entre reconocimiento e identidad (…) nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste”. Así encontramos que términos como diversidad y diferencia tienen una relación semejante a reconocimiento e identidad en la medida en que se dan mediante el conflicto, la contradicción, el choque de culturas y el contraste de símbolos y subjetividades, todos estos son ingredientes propios de la levadura con que se amasa la vida escolar.
Jose Hoyos.