Jesús Albeiro Zuluaga López

Cuento

«La vida sin música sería un error»

~ Friedrich Nietzsche

“Beatles fue lo primero, lo primero que me empujó. Recuerdo casi en el jardín de infantes, agarrando unas escobas con unos amigos y formando un cuarteto de escobas imitando Twist and Shout que lo habían pasado en un noticiero en Argentina. Estamos hablando de 1967”, dijo el pequeño Adrián, imaginando que estaba en el año 2010, o 2014, o algo así, cercano del nuevo siglo. No, entrado ya en el nuevo siglo. Entonces metió mal el acorde en el menear de su guitarra y su propia escoba fue a parar en el hombro de la señorita Jenet, que apenas sonrió solamente.

Corría el año 1967 en Buenos Aires, y los buenos aires de su propio mar le auguraban una navegación bien destinada. Así lo aseguraba Adrián, con ocho años, ocho mismos en los que, parecía, se había interesado por la práctica del buen habla, y de la buena música. “No es lo que entra por los oídos, pibe. Es lo que sale”, decía casi sin concordancia premeditada. “A Adrián le gusta la cera”, decían sus compañeros en el jardín de infantes, excluyendo, claro, de la crítica, a los otros tres ‘escarabajos’, como se decían, en razón de lo que rumoraban como causa del nombre de los 4 de Liverpool. “Me gusta la soda, pelotudos”, dijo Adrián el último día que vio a esos coterráneos de su pequeño mundo actual, último día de jardín, ya en el último momento cuando todos se despedían. Nadie le dijo nada a Adrián, pero él se dirigió a todos corrigiendo el comentario sobre su predilección. Le gusta la soda, determinó, no la cera.

La señorita Jenet, tal vez, fue su puente más determinista para pasar de habitar, a sobrevivir la ciudad de la furia. Tras salir del jardín de infantes no la vio jamás. El resto de su trasegar conocido lo permaneció pidiendo tratasen suavemente en el contacto, tal como a él lo trató la señorita Jenet. Era su cuidadora una viva imagen de la señorita Cora, pensó alguna vez Adrián, mientras no le amaba, como casi podía amarla él en niñez ardiente, procuraba su bienestar, y lo significaba. Signos, solamente. Símbolos prófugos que se escapan de la permanencia en el tiempo y se intensifican en la memoria, sutilmente, música ligera.

Los otros campos informáticos, siempre antes de reproducir The Beatles, en jornada de 1 hora para 24, decían, entre otras cosas imposibles, que en la Argentina no habían negros, porque en el país renacentista por excelencia, no habían negros tampoco. “Eso dígaselo a Francia, que resultará colonizada por sus propias colonias”, aseveró jocosamente en desapruebo un afrodescendiente al lado del precoz Adrián, en un bar, en reacción al titular del noticiero Rosario Misiones de La Plata. Va descripción básica de la función, y más no necesita. Es pura literatura fantástica. Se pasaba entonces el reportero todo el tiempo al aire hablando de italianos, de familias italianas, de empresas italianas, de la imposibilidad de que un negro sea italiano junto con la improbabilidad de que un italiano sea negro, y de la última propuesta del director de arte del noticiero: que se le acentúe en su pronunciación la ‘u’ a gaucho, para que parezca más propio del país de la pizza. Mamma mía, qué sandeces. Y después, entonces, como himno argentino secundario, Here comes the sun. Aquí viene el sol, amor, por no poner a sonar a Spinetta, quien fuera amigo de los lápices y opositor de su secuestro. Una espina que desde sus inicios tallaría a estos hombres tristes, en los mismísimos tuétanos. La Argentina italiana viendo al mundo desde atrás de su persiana americana.

“¡Pero por el santísimo Rosario, Pibe! ¡Qué absurdas son las Misiones de La Plata!”, decía en chiste Adrián. No hay otra cosa que pueda hacer más que burlarse. Es lo que hacen los genios ante lo irremediable. Son los juegos de seducción que se le aplica al mundo absurdo para buscarle una mínima enfermedad de la cual sujetarse y suscitarle el estallido, la desconfiguración de su sistema, el desengranaje de sus tuercas, la desinformación de los platenses. “Ya verás, chico, que es mejor estar bien informado, que bien educado. Qué sos apenas un niño y te vas de fantasía en fantasía”, escuchaba de un lado, y luego de otro en oraciones sinónimas, y después carcajeaba motivo de la insolencia. En esos momentos precisos recordaba a su propia Cora y amaba a Cortázar. Y reía, con ánimo de restar credibilidad al demagogo.

Su corazón se hizo un corazón libre desde que la señorita Jenet le sembró voluntad y gallardía, era un corazón delator, como el de Poe, como el mismo que había traducido Cortázar para la Unesco. Su corazón era uno que ponía la vida en evidencia, le rescataba del cuarto oscuro de la nadería, el eurocentrismo y la suficiencia. “Mi corazón se vuelve delator”, respondió, parafraseándose a sí mismo, en aquella oportunidad en qué le preguntaron acerca de su herejía social.

Corría el año 2010 cuando Adrián se refirió por última vez a la señorita Jenet. Le preguntaron. La pregunta era una daga – como todas las preguntas que se dirigían a Adrián – era la predestinación de lo que sangra en todos los que le interiorizan hoy. Le preguntaron el porqué la esencia y misión del maestro había sido consumida, después de pasado el temblor, por el saber en las sociedades informatizadas. Esta vez no consiguió reírse del agravio. “Ella usó mi cabeza como un revolver”, dijo, refiriéndose a la que había ensamblado en su mente su mejor arma, que se volvió hacia sí. Permaneció 4 años en coma desde entonces. Murió un septiembre de 2014, en sus buenos aires promulgados en su niñez, en la Buenos Aires que se metió en sus pulmones y los detuvo.

“Gracias por venir” , podía leerse, sin embargo, en sus labios cerrados.

Publicada el por Pablo Andrés Villegas Giraldo | Deja un comentario

El Escepticismo y la Fe. A propósito de Nicolás Gómez Dávila

La filosofía del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila parece estar en una constante tensión entre el escepticismo y la fe. A lo largo de su obra y en gran parte de sus apuntes se puede ver esa actitud descreída que provoca la duda filosófica; lo mismo que en algunos otros ratifica su total confianza en Dios y en la Iglesia preconciliar, vista ésta no sólo como ejemplo de gobierno jerárquico perfectamente organizado, sino como educadora: madre y maestra (mater et magistra). Tanto para defender sus propios argumentos como para atacar y criticar a sus adversarios se vale de su fe a través del descrédito -como veremos- de los ideales de la razón, de la ciencia, de la técnica, de la democracia, de la modernidad y del progreso, entre otros. Pero no se crea que el autor de este trabajo tenga la intención de reducir el pensamiento de Don Nicolás a esa tensión expresada al comienzo. No, ni más faltaba, y mal haría en pretenderlo. Puesto que la obra de Gómez Dávila es irreductible, tiene miles de matices aquí y allá, y éstos no se pueden contener todos en una sola línea de lectura, están así estructurados enriqueciendo su pensamiento.

Sin embargo, si tuviéramos que rescatar un rasgo, si fuera necesario determinar ¿qué es lo que “unifica” la filosofía gomezdaviliana? concluiríamos sin equívoco que es esa tensión entre el escepticismo y la fe. Los enemigos de don Nicolás son los enemigos de la fe católica que se alzan como estandarte en la modernidad y que son tomados como prototipo en los años siguientes, estos son entre otros: el progreso, la técnica, la democracia, la moda, la razón divinizada, el hombre emancipado de Dios, etc. y para luchar contra estos enemigos reviste su pensamiento de escepticismo, para atacarlos con las armas de la duda, de la ironía, de la indeterminación, pero también con la máxima, con la sentencia, con la conclusión irrefutable, con la expresión dogmática amparada en la tradición. Para este combate Gómez Dávila recurrirá a un arcaico estilo de escritura en el que se cuentan los más antiguos y clásicos fragmentos al igual que los más recientes aforismos. De hecho, hablando formalmente, sus frases son unas veces abiertas y persuasivas, es decir libres a la interpretación como un aforismo, aparecen ante el lector como un cielo abierto y constelado; y otras veces son cerradas y contundentes, como en el caso de la sentencia que hace que la mirada se fije en un punto y que hacia ese punto tienda todo el significado del apunte escrito.

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