A buena hora «La Melodía Infinita» como su nombre lo índica va a permitir tener una publicación grande y rica. Benjamín Saldarriaga G, escritor que poseía una inmensa erudición en Historia y Apreciación Musical fue el creador de esta increíble pléyade de impecables ensayos. No es de extrañarse que encontremos datos que posiblemente nunca hayamos visto o leído en texto alguno para fortuna de los que estamos al tanto de nuevos conocimiento y riqueza intelectual.
Es de tener en cuenta que los ensayos aquí publicados puedan tener alrededor de 25 a 30 años de ser redactados pero la vigencia no se ha perdido, por fortuna.
Bienvenidos a este festín de Ensayos de Historia y Apreciación Musical.
El Septivio Medieval
“El pasado es una lápida”: con este epígrafe dio comienzo a su intervención en la IX Conferencia Panamericana de Bogotá, en Abril de 1948 el poeta, ensayista e internacionalista Jaime Torres Bodet, por entonces canciller de los Estados Unidos de México.
El orador lo había tomado de un pensador moderno para relievarlo como ligazón indestructible del hombre con cuanto antecede sus pasos por los senderos de la vida, queriendo también significar con ello el peso abrumador de los mojones que indistintamente, en toda época y lugares, cimentan su devenir. Aciertos y errores de la especie que se hunden en la oquedad de los siglos, han podido ser su guía; los primeros, con su indeficiente luminosidad, para observarlos tutelares, en tanto los segundos, con su grave lección, para eludirlos. Tal ha sido la constante humana y por ello ese vivo interés que en nuestras mentes sabe despertar la historia con sus arquetipos, sucesos e insucesos, amén de corolarios, secuelas y proyecciones.
Obedecen estas breves anotaciones al hecho increíble, al menos en nuestro medio intelectual, de que el año inmediatamente anterior pasó inadvertido el séptimo centenario de la muerte de don Alfonso X “El Sabio”, una de las más sustantivas cifras humanas de todos los tiempos. Personalidad subyugante, hombre de empinadísimos relieves, a quien trataremos de aproximarnos en las siguientes cuartillas, que pudieron destinarse a otros tres grandes acontecimientos de la historia humana, cuando justamente en este año de 1985 se han cumplido los tricentenarios de los nacimientos de Juan Sebastián Bach, Jorge Federico Haendel y Doménico Scarlatti.
El año anterior fue riquísimo en conmemoraciones centenarias, relacionadas con las artes y los aconteceres de la historia humana, mas lo fue muy particularmente en el panorama vastísimo del mundo musical, con relación al nacimiento o la defunción de quienes lo honraron como sus arquetipos, y también en cuanto concierne al estreno de páginas inmortales que han enriquecido en sumo grado la literatura sonora. Un panorama de ello podríamos sintetizarlo de la siguiente manera, antes de entrar en materia sobre el motivo del presente escrito.
Trescientos años del deceso de Nicolás Amati, el cremonés fabricante de violines; doscientos años de la desaparición de Wilhem Friedeman Bach, compositor heredero de la sapiencia de su padre Juan Sebastián; doscientos años del nacimiento del compositor, teórico e historiador de la música, maestro Francis Joseph Fétis; doscientos años de la venida al mundo de Luis Spohr, eminente violinista y compositor alemán; doscientos años del estreno de la bellísima “Armida”, ópera del genial Cristóbal Gluck; cien años de la primera audición del poema sinfónico “Los Duendes”, del belga César Franck, padre de las formas cíclicas; cien años de la fabulosa obra lírica “Manon”, del príncipe de la melodía francesa Jules Massenet, y la primera centuria de esa exquisita página de Franz Liszt que se identifica bajo el título de “Mazeppa”.
Si observamos cuidadosamente el listado precedente, vemos como aparece un nombre que se destaca sobre todos cuantos hemos citado, incluidos los títulos de trascendentales obras que han incrementado el patrimonio espiritual de la humanidad, el cual nombre corresponde a don Alfonso X, llamado “El Sabio”, desde en vida de tan ilustrísimo varón. Don Alfonso, nacido en el año de 1221, pudo ascender al trono de León, Asturias y Castilla, cuando en 1252 se produjo el fallecimiento de su padre Fernando III. Empero, su prodigiosa obra dimana desde muchísimo tiempo atrás al del comienzo de su reinado, habida cuenta de que desde su más temprana mocedad se había proyectado con vigoroso pensamiento sobre las directrices del Estado, particularmente en los estadios de la creación artística como hombre de letras y como compositor de música. Mas para poder ocuparnos de esta faceta de su existencia, hemos primero de observar a guisa de introito, numerosos aspectos que incidieron en la cultura europea de entonces y que de alguna manera se muestran ligados a la creatividad del sabio rey.
La asombrosa sucesión
Cuando avanzaba el siglo X, en la Prusia germánica ya el emperador Otto consignaba con generosidad y entusiasmo el auge de las artes como actividad propia de buen gobierno, en los instantes en que empezaba a ceder la picazón del milenarismo, inquietante momento de la historia europea que había sumido a las gentes en el terror por el próximo fin del mundo, según lo desprendían supersticiosamente de su interpretación de las Escrituras. El mundo sonoro se hallaba entonces absorbido completamente por la melodía gregoriana, herencia legítima de la hermosa monodia cristiana —canto exclusivo del rito y la liturgia de las confesiones romana y bizantina—, que bajo la tutela de los modos auténticos griegos y los plagables que fueron sus derivados, habían adoptado Gregorio Papa a finales del siglo VI, para la primera, y el Patriarca de Constantinopla, en esa misma centuria, para la segunda, como sustituto de la “Himnología ambrosiana y milanesa”, guiada por la métrica yámbica, que había sido ya objeto de repudio y anatema por parte del Concilio de Laodicea. Fuera de este arte regular, no florecía un arte popular en parte alguna. Vibraba íntegro, también el arte reformista de Juan Damasino, que arrancó desde mediados del siglo VIII, pero que incidiera exclusivamente sobre las pautas doxológicas bizantinas. Orígenes del arte popular, desde el punto de vista de la historia, hemos de detectarlos en su forma más antigua con el florecimiento de la filarmonía entre los bizantinos, mojón del primero de los nacionalismos. Tal fue el arte que alentó con entusiasmo Otto I, cuando brindó todo su apoyo a los “minnesinger”, cantores del amor, hombres evidentemente cultos y diferentes del personal dedicado al sacerdocio, quienes iniciados en el fervor de un amor divinizado pasaron prontamente a la exaltación del amor ideal. Su encumbramiento ocurrió en el siglo XII con el advenimiento del poeta y cantor Walter von der Vogelweide, antecedido por el ingenio naturalista de Witziaw von Rugen, sobre quienes el romanticismo de Ricardo Wagner hubo de centrar tan enorme interés, cuando concibió y realizó los portentos de sus festivales poético-musicales de Wattburg en “Tannhauser” y posteriormente de Nuremberg en “Los Maestros Cantores”, los artesanos y aprendices poetas y músicos cantores.
Sucesión asombrosa pudo vivir el mundo de la música, todavía dentro de la línea dictada por la monodia cristiana y con portentosos atisbos de una polifonía incipiente, al surgir las escuelas de la Catedral de Notre Dame, el movimiento goliardesco, el tañer de los laúdes por parte de las juglarías, el cantar de trovadores, troveros y de los ulteriores “maistersingers”, el nacimiento de las laudas y las frottolas italianas, amén de las muy singulares cantigas a la Virgen María como una exclusividad hispánica y de las nubas arábigas del sur de España y del Norte del Africa. Signan también el período de Don Alfonso X los desarrollos de las grandes Cruzadas, las espantables persecuciones que vivieron Cátaros y Templarios, el influjo del Derecho Romano y los maravillosos logros del Románico y del Gótico. De éstos, en cuanto a la música se refiere, gracias al Quádruple de Perotinus, técnica para el arte vocal que abrió los anchurosos caminos de la composición, como formidable prólogo al Ars Nova que cien años más tarde hubo de definir don Felipe de Vitry y dentro del cual emergieron las magistrales páginas de Guillaume de Machaut y de Adam de la Halle. Todo ello conforma el instante en el cual sonorizó su obra don Alfonso. Paralelamente seguía caminos singulares otro alto varón que le adelantaba en una veintena de años y que al igual que el sabio hispánico vivía la mayor parte de su existencia para la gloria de la música y el buen gobierno, el monarca de Navarra y de Champaña, don Theobaldo II.
El Septivio
Don Alfonso X es todo un paradigma del saber humano, en una época histórica que ha sido injustamente calumniada. Todavía no hallamos explicación que pueda justificarnos el calificativo de “obscurantista”, con el cual los más avezados tratadistas difaman a estas centurias del Ars Antiqua. Como Alfonso X, muchos otros varones de su tiempo cumplieron la proeza atrevida de la sabiduría y fueron dueños de hondura en el pensamiento y de dimensiones históricas que bien podría envidiar nuestro siglo. Todavía se yerguen como hitos en el camino de la especie humana los portentosos métodos conocidos como trivios y cuadrivios, unos y otros empleados en su formación por don Alfonso X. Se trata del hombre que estudió desde sus primeros años geometría, ciencias físicas y astronomía. Historia y jurisprudencia excitaron su alma para definir sus sapientísimas “Siete Partidas”, tratados que no pueden escapar al estudioso de las ciencias jurídicas. El latín con sus más hondos secretos, los dialectos de todas las provincias hispánicas y primordialmente el castellano, fueron lenguas que se aunaron a la suya propia con un dominio desconcertante. Ello explica sus incursiones en el vasto universo de las letras que cultivara donosamente, refinado y profundo como el más celebrado de los filólogos. Prototipo del hombre erudito, don Alfonso X enalteció a España, engrandeció a Europa y proyectó el Occidente sobre dimensiones insospechadas.
Su mundo artístico provenía de lo más hondo de su alma. Realmente no pudo vivir un solo minuto al margen de sus disciplinas; de allí su intelecto y su talento extraordinarios. Recogemos de uno de tantos grandes diccionarios que se ocupan de este varón de estirpe prodigiosa y de alma y vocación indefectibles, de corazón apasionado por la estética y por las realizaciones del espíritu, los dos siguientes párrafos: “Restableció la Universidad de Salamanca y fue un protector y mecenas de las artes y las letras. En la citada Universidad fundó en 1254 una cátedra de música entre cuyos doctores figuraron Ubredo, Ramos de Pareja, Salinas y otros famosos maestros españoles. La Corte de Alfonso X, con sus juglares provenzales, gallegos, castellanos, musulmanes y hebreos, y sus fiestas y certámenes musicales, constituyó una época de esplendor. A juzgar por las cuentas del reinado siguiente —dice Menéndez Pidal—, cobraron también en las nóminas de la casa del Rey sabio otros juglares, moros y judíos, especialistas en determinados instrumentos, bandas de trompeteros y tamborileros, saltadores árabes y Juglares de diversas razas y religiones.”
Esto nos brinda una idea clara del espíritu abierto de Alfonso X, ciertamente precursor de la coexistencia entre las razas y los credos humanos. Y ofrece, desde luego, una visión de sus serias y crudas discrepancias con más de un pontífice y las que sobrellevó con los monarcas de los reinos vecinos, dentro de la que fue rápidamente extendida doctrina suya de tolerancia para con judíos y árabes, cátaros y templarios, sañosamente perseguidos y diezmados entonces; antes bien, prodigóles protección cuando de artistas se trataba y vivieron por centenares bajo su mismo techo real. Don Alfonso definió con claridad absoluta la índole del poder temporal y del poder espiritual, definición que supo respetar profundamente pero también defender con singular valor. Apenas asumía las riendas del trono, en 1252, cuando se le notificó la voluntad soberana del Papa reinante, Sinibaldo Fieschi, sucesor de Pedro como Inocencio IV, quien en el año de 1243 había promulgado sobre todas las latitudes del orbe su lema pontificio, mediante el siguiente escrito suyo: “Los Papas, sucediendo a Jesucristo, verdadero Rey y verdadero sacerdote según el orden de Melquisedec, han recibido la monarquía real al mismo tiempo que la monarquía pontifical, el imperio terrestre, como el imperio celestial”.
Firme en sus principios se supo mantener el soberano español, no obstante las acometidas diplomáticas de los sucesores de Inocencio, como Alejandro IV, quien suavizó un poco los rigores del poder temporal del obispo de Roma; Urbano IV, que obró con cautela, seguramente por consejo de Tomás de Aquino; Clemente IV, a quien correspondió actuar dentro de un poder ya erosionado; Gregorio X, que exaltó el papado a funciones justas y bondadosas; Inocencio V, de gran sabiduría; Adriano V, de fugaz reinado; Juan XXI, quien debió llamarse Juan XX en la cronología vaticana para subsanar la delegación del cisma de Avignon. Este pontífice acompañó un episodio trascendental en la vida de Alfonso X, al restablecer la paz entre el rey de Castilla y Felipe de Francia, quienes se encontraban en pugna desde bastante tiempo atrás, con grandes riesgos para la estabilidad de los estados cristianos. Nicolás III, que torturó hasta a sus propios cardenales y Martín IV, en cuyo pontificado se suscitó el rompimiento definitivo de Andrónico II con la iglesia de Roma, que se veía venir desde su padre Miguel Paleólogo. Reinaba este pontífice cuando el 4 de Abril de 1284, murió don Alfonso X el Sabio. Esta es la rigurosa sucesión histórica de los Papas de Roma que debió sortear, con sus complejidades estatales y políticas, el rey de Castilla, de Asturias y de León, consagrado a la par de gobernante como impulsador y protector de las ciencias, las artes y las letras, quienes quiera que fuesen sus exponentes y cultores, sin hacer entre ellos diferencias de razas o credos, ni de condiciones físicas, sociales y económicas.
El músico
Se va a cumplir en 1989 el primer siglo del feliz hallazgo de los códices contentivos del exquisito y realmente profundo arte de la corte de don Alfonso X, que debieron dormir injusto sueño por espacio de seiscientos años. La tarea de estudiarlos y clasificarlos le fue encomendada al Marqués de Valmar, don Leopoldo Augusto Cueto, quien afanosamente y con alta responsabilidad cumplió el cometido asignado, ofreciéndole a la humanidad la rápida entrega de ese patrimonio invaluable del espíritu medieval, gracias a sucesivas ediciones precedidas de eruditos análisis sobre el pasado histórico de las letras españolas.
La obra musical en referencia está intitulada “Cantigas en loor de Sancta María”, todas ellas con su notación melódica y rítmica, reputada como sumamente rica y variada, de donde puede colegirse que la capilla del Rey Sabio fue una de las más adelantadas de Europa. Se trata de partituras frescas, originalísimas y de gran belleza. Su compendio está considerado por los entendidos en la materia como el más importante y variado de los cancioneros de la Edad Media europea, tanto en lo musical como en lo poético y lo lírico. Sus páginas son la manifestación fiel del alma popular y del desarrollo folclórico de la época, recopiladas muchas de ellas por el propio monarca, no pocas por sus gentes de arte y lo restante de la pluma del sabio rey, en letra y música. La colección se conforma de tres códices, dos de los cuales están depositados en El Escorial. El primero es poseedor de más de cuatrocientas cántigas, mientras el segundo reúne noventa y tres, enriquecidas con delicadas ilustraciones miniadas. El código Princeps, sobre los instrumentos musicales, ha llegado a convertirse en trascendental documento para el estudio de la práctica y el arte instrumentales de los siglos identificados por Vitry como el Ars Antiqua, es decir los XII y XIII. El códice de Toledo se encuentra depositado en la Biblioteca Nacional de Madrid y contiene un centenar de cantares, con letras iniciales de adorno para cada estrofa. La ciudad de Florencia es depositaria de otro códice, parece que incompleto y carente de ilustraciones y de notación musical.
Las “Cantigas de Sancta María”, generalmente breves y dedicada cada una de ellas a exaltar un prodigio de la madre de Dios, ofrecen una melodía propia, sin acompañamiento instrumental, lo cual las hace asequibles a todo el mundo, hasta a los más profanos. Están escritas en luso-galaico, con versos octosílabos del cantar popular. Romanismo y arabismo campean en buena parte de ellas, pero particularmente el arabismo en las que son exclusivamente instrumentales. Que Alfonso X fue un trovador, nadie en nuestros días se atrevería a ponerlo en duda, una vez avisado sobre los derroteros de su vida. Vida que transcurrió en el momento más brillante del arte trovadoresco y en medio de una enorme ambiencia artística y humana. Un arte que había aparecido en el siglo XI, en la pluma de Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, que había recibido de sus primeros propugnadores el nombre de Gaya Ciencia, nada menos que en el conjunto de las tierras de Oc, y que llegó a extender su influencia a los países de oil, tales como España y Portugal, Italia y Alemania y hasta en Hungría. El arte trovadoresco, que poseyó algunas de sus más remotas raíces igualmente entre los filarmónicos prusianos, los minnesingers, falleció con la muerte en Cataluña, en el siglo XV, del último de los trovadores del arte escrito, Ausias March.
Cuenta la cantiga VIII, una de las más emotivas de todo el manuscrito, tanto musical como literariamente, uno de los milagros más difundidos por Europa en toda la Baja Edad Media. Un juglar solicitó asilo nocturno en un monasterio (dice el Rey sabio que en Rocamador, cerca de Conques, en pleno camino de Santiago), y por no poder ofrecer presente mejor a la Virgen, cuya imagen allí se veneraba, tocó ante ella su viola. Un monje atraído por la música entró en la iglesia, ya de noche, y mandó al juglar que parara so pena de expulsión. Vuelto el fraile a su retiro, pidió el juglar a la Virgen una vela de las que estaban ante su altar, y la Señora se la concedió, haciendo descender una candela sobre la viola del piadoso peregrino. Vuelto el monje a la iglesia, sorprendió nuevamente al juglar trovando para Santa María, con la candela sobre el instrumento, hecho sacrílego a más no poder (los juglares fueron considerados siempre gente “non sancta”). Le arrancó la vela del instrumento y volviola a su candelero. Nuevamente volvió a bajar la candela a la viola, ante los ojos asombrados del monje que, hincado de rodillas, rogó al músico ambulante que le perdonase. Desde entonces, cada año traía una vela a la Virgen el buen juglar.
Las cantigas alfonsinas son nada menos que el alma trovadoresca hispánica y lusa, es decir, ibérica. Un connotado musicólogo ha escrito: “Aunque España no tuviera otro monumento musical, bastaría éste para colocarla entre las naciones musicalmente más privilegiadas de la Europa medieval. Difícilmente se hubiera encontrado en Europa otra corte con tantos poetas y músicos como la del Rey sabio, donde alternaban trovadores provenzales y gallegos, juglares de Castilla y otros venidos de diferentes países. Las miniaturas de las “Cantigas de Sancta María” muestran más de treinta clases de instrumentos tocados por juglares. El propio rey Alfonso, además de vivir rodeado de músicos excelentes, trovadores, segreses y juglares, fue él mismo un trovador de primer orden”.
Y el rey amaba a tal punto los códices de sus Cantigas, que en su testamento, otorgado en 1284, poco antes de morir, ordenaba: “otrosí, mandamos que todos los libros de las cantigas en loor de Sancta María sean todos ellos en aquella iglesia do nuestro cuerpo se enterrase, i que las fagan cantar en las fiestas de Sancta María”.
Don Alfonso X aprendió como pocos el conocimiento pleno del “sejel”, aquella proverbial forma poética del mundo árabe y gracias a esto pudo maravillar a sus contemporáneos con sus encantadoras “Cantigas de Amigo”, un producto exquisito de la cultura islámica en el arte vocal; pero también asumió y afrontó las responsabilidades propias de los intrumentales “Nubes arábigas”, nacidas con el florecimiento mahometano de los pueblos del Norte de Africa, que algunos siglos atrás venían dominando el sur de España.
Nuestro título dado al rey sabio don Alfonso, de Septivio, obedece al hecho de que en él se sumaron las condiciones del Trivium y del Quadrivium, caso único en la historia del género humano. Las dos disciplinas que había instituido Albino Flaco, el sapientísimo monje inglés, más conocido con el nombre de Alcuino, que en obediencia a su señor Carlomagno en el siglo VIII, de quien fue su gran canciller y primero de los nobles del Sacro Imperio Romano Germánico, cuando fuera justamente determinado que se abrieran las grandes Escuelas Superiores destinadas a ilustrar altamente a todos los eclesiásticos en el interior de sus vastas fronteras y así poder servir elocuentemente a la Iglesia Romana.
Alcuino había fijado las pautas de la enseñanza básicamente sobre el Trivium conformado por la Gramática (perfección de la lengua), la Dialéctica (perfección del pensamiento) y la Retórica (perfección de la palabra). Y simultáneamente sobre el Quadrivium constituido por la Música como ciencia y como arte, las Matemáticas (especialmente las puras), la Geometría (tanto plana como del espacio) y la Astronomía.
No pocos estudiosos le atribuyen también a don Alfonso X numerosas Cantigas de Hita, inspiradas en la formidable obra de Juan Ruíz que conocemos con el título de “Libro del Buen Amor”, que le valió fama inmortal al autor mejor conocido como el Arcipreste de Hita. Nosotros lo consignamos hasta tanto podamos tener en claro y con exactitud la fecha de nacimiento del Arcipreste, generalmente ubicada en el año de 1283, precisamente un año antes de la muerte del Rey Sabio, ocurrida en 1284.
Ilustraciones: Gussie-Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia
Ensayo realizado por el musicólogo
Benjamín Saldarriaga González.